POSADA SAN FRANCISCO, EL ROSTRO DE LA SOLIDARIDAD
2025-03-27
Son las 16H00, una pertinaz lluvia ahuyenta a los transeúntes, no es raro, es la muestra de un invierno fuerte, común en el mes de marzo. Las lluvias llegaron retrasadas, después de un prolongado y agónico verano en la andina ciudad de Cuenca, la capital de Azuay, en el austro ecuatoriano.
Afuera de la Posada San Francisco, ubicada en el centro histórico y colonial de la ciudad, de a poco van llegando hombres, mujeres, niños y ancianos. En su mayoría son migrantes venezolanos y colombianos. La aglomeración no es casual, pues en pocos minutos, la posada abrirá sus puertas para el ingreso de los peregrinos. Aquí recibirán alimentos y una cama caliente para pasar la noche.
En la antesala hay un espacio donde los migrantes esperan ser llamados para servirse los alimentos. Entre ellos hay familias que han llegado a la ciudad después de haber estado en otros lugares buscando trabajo. Muchos se dedican a vender en la calle bolsas de basura o caramelos. La mayoría tiene niños pequeños. Para ellos está el “espacio amigable”, un lugar donde disfrutan de actividades lúdico-pedagógicas. Son niños de entre dos y doce años de edad, no van a la escuela, comparten con sus padres situaciones de mendicidad y callejización.
Érika Garrido, estimuladora temprana, interactúa con ellos en medio de juegos, pintura, dibujos y terapia. El número varía entre cinco y quince menores. Para Garrido este acercamiento con los pequeños tiene dos objetivos. Por un lado, lograr que los niños se diviertan un poco con otros pequeños en un ambiente más seguro, y por otro, detectar casos de violencia y abuso.
Mientras los pequeños disfrutan con sus pares, sus familias descansan en la antesala de la posada, en tanto, en el comedor se preparan los alimentos que se ofrecerán de manera gratuita.
Cada comida tiene su horario, a las 12:00 se sirve el almuerzo, la merienda será a las 18:00.
La Posada San Francisco, tiene cerca de cincuenta años de funcionamiento, en su origen tenía el fin de dar acogida temporal al peregrino que llegaba a la ciudad por múltiples necesidades. Hoy es una de las obras sociales más grandes que tiene la Arquidiócesis de Cuenca.
La posada está ubicada dentro de la casa parroquial de San Francisco, en la parte posterior, junto a la iglesia. Los servicios son temporales: hospedaje nocturno por un periodo máximo de tres meses, y alimentación hasta por un lapso de siete días. Los beneficiarios acuden desde las 11:00 para el almuerzo y desde las 16:30, para la merienda. Se brinda alimentación a cerca de ochenta personas.
Agustín Sucozhañay es el administrador de la posada, comenta que el albergue está destinado a personas en situación de vulnerabilidad, sobre todo migrantes. Aquí reciben almuerzo y merienda de lunes a viernes. El hospedaje temporal emergente funciona de lunes a domingo. La capacidad es de 17 habitaciones entre dobles, triples y familiares. La capacidad es de cincuenta personas en el hospedaje. Aquí trabajan ocho personas, entre técnicos especializados, profesionales, cuidadores, educadores y personal de cocina.
El administrador nos informa que esta obra funciona gracias a una alianza interinstitucional entre la Arquidiócesis de Cuenca, Municipalidad de Cuenca, Programa Mundial de Alimentos (ONU), HIAS y ACNUR. Con las dos últimas se trabaja en rutas de salida para los migrantes que quieren radicarse en la ciudad, hay también un aporte para renta y a veces les conectan con un trabajo. La posada necesita cerca de quince mil dólares mensuales para pago de personal, mantenimiento, insumos, servicios básicos y alimentos.
La alimentación sigue directrices del PMA, que vigila la asepsia y calidad nutricional, con el fin de garantizar una alimentación saludable.
En la Posada San Francisco los huéspedes encuentran refugio y esperanza para continuar su travesía. Aquí pasan la noche, desayunan y salen a buscar una alternativa económica.
Irani Urbina está en Cuenca con su esposo y tres hijos, son de Puerto La Plata, Venezuela, tiene 25 años, llegó a Ecuador en septiembre de 2024. La situación de su país les obligó a migrar, han estado antes en Guayaquil. Salieron tras un sueño y un futuro. Buscan un trabajo para pagar un arriendo y tener algo de tranquilidad. Venden bolsas de basura. “Uno a sale a buscar con ganas de que nos den trabajo pero es difícil y toca salir todos los días. Cuando se cumpla nuestro tiempo en la posada nos tocará buscar la calle”. Pese a todo siente que puede cumplir sus sueños en Ecuador.
Carlos Coronado es maestro de construcción, tiene 33 años, también está acompañado de su esposa y tres hijos. “Estamos a la buena de Dios, ya estamos cuatro días. Se pregunta qué pasará después. “Todos los días son diferentes. Gracias a Dios conseguimos comida para los niños. Allá (Venezuela) es duro”. confiesa.
A pesar de su situación, él y su familia tienen esperanza y alegría. “Al amanecer damos gracias a Dios por un día más de vida y le pedimos su ayuda y bendiciones. Aquí han sido amables. Tratamos de estar contentos y encomendados a Dios”. Sus hijos tienen siete, tres y dos años. Comenta que si consiguen trabajo, les gustaría quedarse en Cuenca y poner a los niños a estudiar.
Luis tiene 45 años, mientras escucha las confesiones de sus compatriotas, se anima a conversar con nosotros. Nos comenta sobre el “pabellón venezolano”, un plato de la gastronomía de su país, muy ligado a su identidad. Nos relata que el arroz blanco representa la colonia y a los españoles; el fréjol negro simboliza los esclavos africanos; la carne mechada evoca a los indígenas autóctonos. Luis está desde el 2017 fuera de su patria. Busca empleo, es administrador comercial y licenciado en educación. Ha encontrado solidaridad y a Cristo en la gente que le ha acogido.
Es un día nuevo, hemos regresado a la posada. Llegamos cerca de las 11:00. El almuerzo está casi listo. Es viernes y el menú es diferente. Esta vez se preparó ceviche de camarón, una guarnición generosa de arroz y limonada. Éste es uno de los platos preferidos de la gastronomía ecuatoriana, muy común en la costa del país.
A las 12:00 se abre la puerta. Los comensales ingresan con un ticket que se les entrega previo a su registro. En el comedor hay varias mesas, las sillas están ubicadas en hileras verticales, una sobre otra. Cada persona ingresa con su familia, toma una silla y busca la mejor ubicación. Son momentos de alegría y sosiego. Los sonidos de la vajilla se mezclan con el murmullo de la conversación del día. Afuera del comedor quedan las mochilas y los coches de los bebés. Esa mochila es el único equipaje de viaje que cargan durante días los forasteros.
Entre los comensales está Julio César, de 23 años. Vino de Venezuela hace seis años. Desde que llegó a sus oídos la noticia de los servicios de la posada, no perdió tiempo. Se registró y pasó el filtro para recibir la ayuda. Como ya superó el tiempo de estadía, ahora solo le queda la alimentación. “La esperanza nunca la pierdo, la esperanza es lo último que se pierde. Afuera quieren darle cuchillo a uno. Uno no duerme por el miedo y el frío. Se duerme por momentos”. A pesar de todo, logra enviar entre 15 y 20 dólares para ayudar a sus abuelos.
Junto a Julio César se encuentra un joven de gran sonrisa, prefiere no dar su nombre, su rostro expresa ingenuidad. No debe tener más de 18 años. Su tez es oscura, su cabello rizado y corto. Mientras sonríe, inconscientemente sus manos juegan con paquetes de fundas de basura que le han sobrado de la venta del día en las calles. Junto a él, en el suelo descansa sentada su esposa, de pocas palabras y mirada triste, mientras tanto, su hija pequeña juega con otras de su edad. Esperan que sean las 12:00 para entrar a la posada y servirse el almuerzo. Ellos son de Santa Marta, Colombia, de donde vinieron el 4 de febrero. “Allá no hay vida buena, vine con mi esposa y mi hija para cambiar de vida”. Estuvo siete días en la posada y ahora paga 20 dolares diarios para dormir en otro lugar. En Cáritas le han ayudado con ochenta dólares para pagarse un arriendo. Como tantos otros migrantes, este joven y su familia han dormido en la calle, “eso es feo, el frío no deja dormir, a la inseguridad no le tengo miedo, pero si al frío de la calle. Aquí, si cinco personas nos rechazan, diez nos ayudan. Tenemos esperanza de que algo bueno nos pueda pasar acá, algo grande. Sé que con el tiempo podemos trabajar y conseguir un arriendo más cómodo”. Él es albañil. No se siente solo, porque dice que está con Dios y su familia. Mi “prensilla” es ella, dice señalando a su hija. Quiere decir que es su inspiración cada día. No quiere que se acueste sin comer.
Todas las parroquias llevan solidaridad a través del área de pastoral social. Dependiendo de los recursos disponibles, se ofrecen desayunos, almuerzos, canastas de víveres. En la actualidad existen varios comedores populares. En San Roque el comedor atiende con almuerzos a cerca de cien personas los miércoles y viernes. En Turi cerca de 25 personas reciben almuerzo los martes y miércoles. En el Carmen de Guzho los martes y jueves ofrecen almuerzos para cerca de un centenar de niños y adultos. En el cantón Girón los abuelitos cuentan con un comedor comunitario que funciona de lunes a domingo, cerca de cuarenta personas se alimentan diariamente. En Gualaceo se atiende a treinta personas de lunes a viernes con almuerzo solidario.
Una minga de la comunidad hace posible esta obra. El Banco de alimentos de la Arquidiócesis de Cuenca entrega productos para varios de estos comedores.
Esta obra no es caridad, es solidaridad puesta de manifiesto con los más necesitados. Es una forma de responder al llamado de los más desprotegidos, dejando de lado intereses particulares, ideologías políticas o afanes de reconocimiento personal. Es avivar la esperanza que cada ser humano tiene de encontrar un mundo mejor. Es vivir el Evangelio con palabras y obras.
Leonor Peña Cueva